lunes, 22 de junio de 2009

El cristianismo celta

Durante siglos, el cristianismo celta fue un brazo de la religión cristiana desligado prácticamente del control de Roma; aun así se extendió durante los peores años de la llamada Edad Oscura medieval casi por toda Europa, desde las islas Feroe hasta Italia y desde Francia hasta Ucrania, gracias a que monjes y monjas irlandeses recorrieron las tierras fundando monasterios e iglesias e impartiendo el mensaje del conocimiento y del amor justo en la época que más se precisaba.

Las primera pequeñas comunidades monásticas irlandesas funcionaron intentando imitar a los eremitas egipcios, que se retiraban al desierto para no tener ningún tipo de distracción. Pero, como en Irlanda no hay desiertos, lo hicieron en el interior de los espesos bosques o en islotes, donde monjes y monjas se dedicaban a la oración y a la copia de libros, dedicando algún tiempo en atender a los fieles que se acercaban buscando una ayuda espiritual o física, ya que muchos de ellos eran sanadores.

Su estructura inicial, que tenía más similitudes con los colegios druidicos que con los monasterios europeos, permitió que los monjes y monjas irlandeses gozaran de una libertad muy superior a la que tuvieron sus coetáneos continentales. Puede decirse que cada uno se arreglaba su propio horario de estudio, trabajo y oración, uniéndose todos una vez al día para algún servicio religiosos conjunto, en los no solía faltar el recitado de los Salmos, que gozaban de un fervor especial. Encontraban quizás en ellos resonancias bárdicas o druidicas? Seguramente sí, ya que uno de los personajes bíblicos más populares era el rey David, poeta y tocador del arpa.

La decadencia comenzó con el sínodo de Withby, en la Inglaterra del año 664, donde se discutió entre la necesidad de obedecer absolutamente los dictámenes de Roma o de mantener la autonomía de los cristianos celtas, saliendo vencedores los primeros. Ese fue el final de la espiritualidad celta en Inglaterra a favor de las estructuras y rituales de la Iglesia de Roma.

Manuel Velasco