LA DAMA VERDE DEL LAGO
Sobre el origen mítico de la raza ovina de Gales
Hace mucho tiempo, no lejos de Aberdovey, en Gales, se extendía al pie de unas colinas el Lago del Barbudo.
La iglesia de Aberdovey era famosa por el dulce tañido de sus campanas, y a nadie complacía tanto ese sonido como a la hermosa Dama Verde que vivía en el fondo del lago.
Todas las tardes, cuando sonaban las campanas, la dama surgía del lago acompañada por un rebaño de vacas blancas como la leche. A continuación, tras echar una mirada a su alrededor para asegurarse que no la veía nadie, llamaba a las vacas una por una:
–Levantaos, hermosas mías, y seguid a vuestro guía. Venid aquí, Centella, Terciopelo, Blancanieves y Lucero.
Había una vaca llamada Blanquita que siempre llegaba la última. Cuando no se demoraba en salir del agua, se alejaba demasiado de su ama. Una vez llegó hasta los mismos muros encalados de la gran casa de labor.
La Dama Verde la reprendió:
—Recuerda, pequeña, que debemos regresar todas juntas al lago antes de que dejen de sonar las campanas.
Una tarde, mientras la Dama Verde estaba entretenida tejiendo un manto nuevo con los largos juncos, Blanquita se alejó del grupo una vez más. Echó a andar por el sendero, esmerándose en no tropezar en las piedras, hasta alcanzar la cerca de la alquería. Estaba tan ensimismada mirando por entre las barras de la cerca, que no oyó a su ama que la llamaba.
La iglesia de Aberdovey era famosa por el dulce tañido de sus campanas, y a nadie complacía tanto ese sonido como a la hermosa Dama Verde que vivía en el fondo del lago.
Todas las tardes, cuando sonaban las campanas, la dama surgía del lago acompañada por un rebaño de vacas blancas como la leche. A continuación, tras echar una mirada a su alrededor para asegurarse que no la veía nadie, llamaba a las vacas una por una:
–Levantaos, hermosas mías, y seguid a vuestro guía. Venid aquí, Centella, Terciopelo, Blancanieves y Lucero.
Había una vaca llamada Blanquita que siempre llegaba la última. Cuando no se demoraba en salir del agua, se alejaba demasiado de su ama. Una vez llegó hasta los mismos muros encalados de la gran casa de labor.
La Dama Verde la reprendió:
—Recuerda, pequeña, que debemos regresar todas juntas al lago antes de que dejen de sonar las campanas.
Una tarde, mientras la Dama Verde estaba entretenida tejiendo un manto nuevo con los largos juncos, Blanquita se alejó del grupo una vez más. Echó a andar por el sendero, esmerándose en no tropezar en las piedras, hasta alcanzar la cerca de la alquería. Estaba tan ensimismada mirando por entre las barras de la cerca, que no oyó a su ama que la llamaba.
Pero sí oyó a una lechera de sonrosadas mejillas, de nombre Natalia.
—¡Qué vaquita tan linda! —exclamó la joven— ¿De dónde sales tú?
En esto, Iván, el joven vaquero, se aproximó a la cerca con su rebaño de vacas pardas y se detuvo para admirar a aquel curioso animal.
—¡Es una preciosidad! —dijo, acariciando el sedoso pelo de la vaquita.
Junto al lago, la Dama Verde, presintiendo el peligro, hizo sonar con fuerza su corneta de plata para advertir a Blanquita que debía regresar.
Natalia e Iván dirigieron la vista hacia el lago, protegiéndose los ojos del sol.
Mas no alcanzaron a ver a la Dama Verde, que se hallaba de pie entre los verdes y altos juncos. Entonces examinaron detenidamente el pescuezo de la vaquita para ver si llevaba su nombre o alguna señal, y al no encontrar nada, decidieron conducirla al establo para que nada malo le sucediera durante la noche. Una vez que hubieron metido en el establo a Blanquita y al resto de las vacas, cerraron la puerta y echaron el cerrojo.
Tan pronto como la Dama Verde vio lo que hacían Natalia e Iván, supo que había perdido a Blanquita, pues los duendes no pueden penetrar en un sitio donde hay una barra de hierro que les impide el paso. Llena de pesar, regresó al lago con su rebaño, y mientras el tañido de las campanas de la iglesia de Aberdovey se disipaba a lo lejos, una espesa niebla plomiza caía sobre el valle.
Aquella noche, el avaro granjero dueño de la alquería protestó por tener que alimentar a la vaquita recién llegada, y decidió deshacerse de ella. Mas a la mañana siguiente, al comprobar que daba mucha más leche que las otras vacas, cambió de parecer.
—¡Nunca he visto leche tan rica y cremosa! —exclamó—. ¡Con ella haré la mejor nata, la mejor mantequilla y el mejor queso!
—Esa vaca te hará rico, jefe —dijo Iván.
El ambicioso granjero decidió quedarse con Blanquita. La llevó a todas las ferias de la localidad para exhibirla, y la gente acudía en tropel a comprar la deliciosa mantequilla y el sabroso queso que producía su leche. A medida que pasaban los años, el granjero se hizo más y más rico, y todos los granjeros de la vecindad pagaban gustosos el precio que fuera con tal de adquirir una de las hermosas crías de Blanquita.
Al principio, Blanquita estaba muy satisfecha. Sólo cuando las campanas de la iglesia de Aberdovey sonaban al atardecer, sentíase extrañamente inquieta.
—¡Qué vaquita tan linda! —exclamó la joven— ¿De dónde sales tú?
En esto, Iván, el joven vaquero, se aproximó a la cerca con su rebaño de vacas pardas y se detuvo para admirar a aquel curioso animal.
—¡Es una preciosidad! —dijo, acariciando el sedoso pelo de la vaquita.
Junto al lago, la Dama Verde, presintiendo el peligro, hizo sonar con fuerza su corneta de plata para advertir a Blanquita que debía regresar.
Natalia e Iván dirigieron la vista hacia el lago, protegiéndose los ojos del sol.
Mas no alcanzaron a ver a la Dama Verde, que se hallaba de pie entre los verdes y altos juncos. Entonces examinaron detenidamente el pescuezo de la vaquita para ver si llevaba su nombre o alguna señal, y al no encontrar nada, decidieron conducirla al establo para que nada malo le sucediera durante la noche. Una vez que hubieron metido en el establo a Blanquita y al resto de las vacas, cerraron la puerta y echaron el cerrojo.
Tan pronto como la Dama Verde vio lo que hacían Natalia e Iván, supo que había perdido a Blanquita, pues los duendes no pueden penetrar en un sitio donde hay una barra de hierro que les impide el paso. Llena de pesar, regresó al lago con su rebaño, y mientras el tañido de las campanas de la iglesia de Aberdovey se disipaba a lo lejos, una espesa niebla plomiza caía sobre el valle.
Aquella noche, el avaro granjero dueño de la alquería protestó por tener que alimentar a la vaquita recién llegada, y decidió deshacerse de ella. Mas a la mañana siguiente, al comprobar que daba mucha más leche que las otras vacas, cambió de parecer.
—¡Nunca he visto leche tan rica y cremosa! —exclamó—. ¡Con ella haré la mejor nata, la mejor mantequilla y el mejor queso!
—Esa vaca te hará rico, jefe —dijo Iván.
El ambicioso granjero decidió quedarse con Blanquita. La llevó a todas las ferias de la localidad para exhibirla, y la gente acudía en tropel a comprar la deliciosa mantequilla y el sabroso queso que producía su leche. A medida que pasaban los años, el granjero se hizo más y más rico, y todos los granjeros de la vecindad pagaban gustosos el precio que fuera con tal de adquirir una de las hermosas crías de Blanquita.
Al principio, Blanquita estaba muy satisfecha. Sólo cuando las campanas de la iglesia de Aberdovey sonaban al atardecer, sentíase extrañamente inquieta.
Y cuando vio que el granjero vendía a todos sus hijos, empezó a entristecerse. Y a dar menos leche.
Natalia e Iván se habían encariñado mucho con ella, y el día que el granjero les anunció que había pensado deshacerse de la vaca, se llevaron un disgusto descomunal.
—De un tiempo a esta parte sólo da unas pocas gotas de leche —se quejó el hombre—. Ha llegado el momento de sacrificarla.
Natalia e Iván le rogaron que les permitiese conservarla, prometiendo pagar por su alimentación con el mísero salario que recibían. Mas no hubo forma de ablandar el corazón del granjero.
A la tarde siguiente, mientras sonaban las campanas de la iglesia de Aberdovey, el granjero llevó a Blanquita a otro establo con el propósito de sacrificarla. Iván, que no deseaba ser testigo de aquello, abrió la verja de par en par y se alejó corriendo hacia el lago, donde se arrojó sobre la hierba y se puso a llorar amargamente.
A los pocos minutos Natalia se reunió con él.
—Mira, Iván —dijo de pronto la muchacha— ¡Fíjate en el lago!
A la tarde siguiente, mientras sonaban las campanas de la iglesia de Aberdovey, el granjero llevó a Blanquita a otro establo con el propósito de sacrificarla. Iván, que no deseaba ser testigo de aquello, abrió la verja de par en par y se alejó corriendo hacia el lago, donde se arrojó sobre la hierba y se puso a llorar amargamente.
A los pocos minutos Natalia se reunió con él.
—Mira, Iván —dijo de pronto la muchacha— ¡Fíjate en el lago!
Iván levantó la vista y se quedó pasmado. Frente a él, entre los elevados juncos, se encontraba la Dama Verde, observando la alquería en silencio. Justo en el momento en que la afilada hacha se disponía a caer sobre el pescuezo de Blanquita, la Dama Verde se llevó la cometa plateada a los labios y la hizo sonar con fuerza. El hacha se quedó suspendida en el aire, y la soga que ataba a la vaca cayó al suelo.
El granjero se quedó como petrificado, sin poder mover ni las manos ni los pies, mientras Blanquita se alejaba trotando, atravesaba la verja y enfilaba el sendero hacia el lago.
Natalia e Iván presenciaron la escena llenos de gozo, en tanto que la Dama Verde cantaba:
Vuelve a casa, mi blanca vaquita,
Regresa al lago sin demora.
Te llama tu ama, escúchala bien,
Para que te juntes con tus queridos hijos.
En esto, ante el asombro de Natalia e Iván, todas las crías de Blanquita salieron desfilando de las granjas vecinas. Primero una por una, luego de dos en dos y de tres en tres, avanzaron en fila hacia el lago y lo rodearon como una guirnalda de margaritas.
El granjero se quedó como petrificado, sin poder mover ni las manos ni los pies, mientras Blanquita se alejaba trotando, atravesaba la verja y enfilaba el sendero hacia el lago.
Natalia e Iván presenciaron la escena llenos de gozo, en tanto que la Dama Verde cantaba:
Vuelve a casa, mi blanca vaquita,
Regresa al lago sin demora.
Te llama tu ama, escúchala bien,
Para que te juntes con tus queridos hijos.
En esto, ante el asombro de Natalia e Iván, todas las crías de Blanquita salieron desfilando de las granjas vecinas. Primero una por una, luego de dos en dos y de tres en tres, avanzaron en fila hacia el lago y lo rodearon como una guirnalda de margaritas.
La Dama Verde se abrazó al cuello de Blanquita. A continuación, se acercó a las vaquitas y las acarició una por una, hasta llegar a la más grande y robusta. Entonces, dirigiéndose a Natalia e Iván, sonrió y dijo:
—Aquí tenéis mi recompensa a vuestra bondad. Sé que cuidaréis de esta vaquita con tanto mimo como de Blanquita.
Pero antes debo convertirla en una vaca distinta de las vacas encantadas del lago.
Y tocando la cabeza de la vaquita, dijo: Despréndete de tu inmaculada blancura. Y toma el color oscuro de la noche.
Y al decir estas palabras, la vaquita mudó de color. Ya no era blanca, sino negra de la cabeza a los pies.
La Dama Verde se acercó a la orilla del lago e hizo una señal al rebaño de vacas blancas para que la siguieran. A los pocos momentos habían desaparecido todas en el fondo de las aguas, en el preciso instante en que enmudecían las campanas de Aberdovey.
De no percibir en aquellos momentos los mugidos de la vaquita negra, Natalia e Iván hubieran creído que estaban soñando. Pero su regalo del lago jamás caerá en el olvido, pues la robusta vaquita fue el primer ejemplar de la famosa especie bovina de Gales, conocida hoy en el mundo entero.
—Aquí tenéis mi recompensa a vuestra bondad. Sé que cuidaréis de esta vaquita con tanto mimo como de Blanquita.
Pero antes debo convertirla en una vaca distinta de las vacas encantadas del lago.
Y tocando la cabeza de la vaquita, dijo: Despréndete de tu inmaculada blancura. Y toma el color oscuro de la noche.
Y al decir estas palabras, la vaquita mudó de color. Ya no era blanca, sino negra de la cabeza a los pies.
La Dama Verde se acercó a la orilla del lago e hizo una señal al rebaño de vacas blancas para que la siguieran. A los pocos momentos habían desaparecido todas en el fondo de las aguas, en el preciso instante en que enmudecían las campanas de Aberdovey.
De no percibir en aquellos momentos los mugidos de la vaquita negra, Natalia e Iván hubieran creído que estaban soñando. Pero su regalo del lago jamás caerá en el olvido, pues la robusta vaquita fue el primer ejemplar de la famosa especie bovina de Gales, conocida hoy en el mundo entero.